Los entornos bélicos suelen generar dinámicas sociales inesperadas, y el juego ha surgido históricamente como una práctica común entre los soldados en los campamentos militares. Si bien la guerra se asocia con el sufrimiento y el trauma, también genera una necesidad de distracción, compañerismo y alivio psicológico. Las actividades de juego, tanto informales como organizadas, han cumplido múltiples funciones durante diferentes conflictos, revelando las necesidades sociales y emocionales de los militares.
A lo largo de los siglos, el juego ha sido una característica recurrente de la vida militar. Durante las dos guerras mundiales, los soldados participaban con frecuencia en diversos tipos de apuestas, desde juegos de dados y cartas hasta apuestas deportivas informales. Estas actividades no eran simplemente entretenimiento, sino una forma de recuperar cierta normalidad en entornos caóticos. La aleatoriedad del juego reflejaba la imprevisibilidad del combate, funcionando como un paralelismo psicológico.
En las trincheras y campamentos, el juego servía como amortiguador frente al miedo y la monotonía. Los largos periodos de espera entre misiones de combate llevaban a las tropas a buscar estimulación mental y conexión social. A menudo apostaban cigarrillos, raciones o pequeñas cantidades de dinero, transformando la escasez en una experiencia compartida de distracción y alivio.
Aunque muchas veces las autoridades militares lo prohibían, el juego seguía existiendo de forma extraoficial. Esta tolerancia implícita demuestra su importancia como válvula de escape emocional en contextos extremos.
Las formas de juego más populares entre los soldados variaban según la región y la época. Los juegos de dados como el «craps» eran comunes entre las fuerzas estadounidenses, mientras que los soldados británicos y de la Commonwealth preferían el póker o juegos de cartas como el pontoon. Se valoraban especialmente los juegos simples que requerían poco equipo.
Estas prácticas ofrecían algo más que una posibilidad de ganar: creaban rituales en medio del desorden. Una partida nocturna de cartas podía convertirse en un punto de encuentro regular, sirviendo como anclaje psicológico. Además, el riesgo compartido fomentaba la confianza y el compañerismo.
En algunos campamentos, el juego incluso se convirtió en una economía informal. Algunos soldados asumían roles de organizadores o banqueros, estructurando las apuestas y generando una dinámica de liderazgo interna.
Los soldados expuestos al combate sufren altos niveles de estrés e incertidumbre. El juego fue uno de los pocos mecanismos accesibles de afrontamiento en la vida militar. Participar en estas actividades permitía a los soldados desconectarse mentalmente del entorno inmediato y encontrar momentos de alivio.
Además, simulando el riesgo en un entorno controlado, muchos soldados sentían que recuperaban cierto control, contrarrestando la impotencia del campo de batalla. Las emociones intensas del juego servían como sustituto temporal de la adrenalina del combate.
El juego también reforzaba los vínculos sociales y la identidad. Competir, bromear o cooperar en estos contextos reintroducía aspectos de la vida civil, contribuyendo a la estabilidad emocional.
A pesar de sus beneficios sociales, el juego conllevaba riesgos, especialmente la adicción. Los soldados con traumas o trastornos como el TEPT eran más propensos al juego compulsivo. Para algunos, el juego pasaba de ser una distracción a convertirse en una dependencia destructiva.
Tras su regreso, muchos veteranos enfrentaron problemas financieros o disciplinarios derivados del juego. La presión del entorno bélico, junto con la falta de ocio estructurado, facilitaba el desarrollo de hábitos adictivos que a menudo no eran reconocidos ni tratados.
Hoy, diversas organizaciones militares y de veteranos reconocen el juego problemático como un tema relevante. Se están implementando programas de apoyo psicológico, educación financiera y prevención del daño, aunque todavía existen desafíos en el acceso a estos recursos.
El legado del juego en tiempos de guerra va más allá de la historia. Estas prácticas influyeron en la cultura de posguerra, especialmente entre los veteranos, que a menudo mantenían el juego como hábito o ritual social. Algunas experiencias de campamento incluso moldearon prácticas de entretenimiento en la vida civil.
Desde una perspectiva institucional, las fuerzas armadas han adoptado enfoques más sofisticados. Si antes se toleraba como entretenimiento, hoy se reconoce el juego tanto por sus beneficios como por sus riesgos. Se controlan mejor las oportunidades de apostar, especialmente en despliegues, y se promueven estrategias de salud mental.
Comprender el papel del juego en estos entornos extremos permite reflexionar sobre cómo los humanos buscan control, conexión y distracción. Esta comprensión es clave para diseñar intervenciones compasivas y eficaces para las generaciones presentes y futuras de militares.
Frente a los conflictos armados actuales, es necesario incorporar formación sobre los riesgos psicológicos del juego en el entrenamiento básico. Comprender los mecanismos de comportamiento puede ayudar a prevenir hábitos peligrosos desde el principio.
Los líderes militares deben estar preparados para identificar señales de juego problemático. Ofrecer alternativas recreativas saludables, establecer límites claros y promover el bienestar emocional pueden reducir la dependencia de las apuestas.
Finalmente, el juego en los campamentos revela una verdad universal: incluso en las condiciones más duras, las personas buscan consuelo y conexión. Atender estas necesidades de forma informada y humana es esencial para proteger el bienestar de los soldados.